
En la Historia del Imperio Español, siempre han estado presente los canes. A pesar de que la historia de dichos perros es dé las más olvidada, lo cierto es que el destino de estos animales estuvo ligado al de los soldados de fortuna que se embarcaron hacia el Nuevo Mundo.
Los perros fueron utilizados constantemente en combate durante toda la conquista, formando parte de la hueste, ya fuera en vanguardia como tropa de choque o en labores defensivas, como también a cargo de la guarda del ganado o de los enfermos. Eran también idóneos para realizar largas guardias nocturnas, así evitar emboscadas.
Los españoles llegaron con perros alanos, descendientes de los molosos, a partir del segundo viaje de Colón. Estos animales causaron verdadero estupor en los indígenas al compararlo con sus perros, mucho más débiles.
Dentro de estos canes, que ya son parte del olvido, está la historia de Becerrillo, un alano español que, además de acompañar a los militares, dejó este mundo en 1514 y se fue al «cielo de los perros» mientras luchaba y defendía a su dueño, el capitán Sancho de Arango.
Según la Real Sociedad Canina de España el alano español es originario de la Península Ibérica, se tienen referencias de su existencia desde el Siglo XIV. Posiblemente descienda de los perros de presa traídos por los pueblos bárbaros tras la caída del Imperio Romano. Puede medir hasta 60 centímetros, pesar de media unos 40 kilogramos y tener una considerable fuerza. Toda la seriedad de su aspecto externo se traduce internamente en un carácter noble y equilibrado.
Según los cronistas de la época, Becerrillo luchó contra los indios en el levantamiento que estos protagonizaron en Borinquén (actual Puerto Rico) demostrando un gran valor, además de ser bravo en batalla como el que más, las crónicas también dicen que Becerrillo era ecuánime y sabía distinguir perfectamente el bien del mal.
Después de haber servido una larga temporada en las filas de los ejércitos españoles, Becerrillo regresó al lado de su dueño para poder descansar y recuperarse de las heridas durante un cierto período,
Sancho de Arango, que se encontraba por aquel entonces vigilando la hacienda de la cacica Luisa, esposa indígena del conquistador mulato Pedro Mexía, decidió que el animal se incorporase a las tareas de defensa cuando la estancia fue atacada por los nativos al mando de Yaureybo, y como resultado del asedio, los dueños de la casa perdieron sus vidas.
Sancho fue herido en un muslo de dos flechazos envenenados, Becerrillo, al ver cómo sangraba una de las piernas de su amo, comprendió que estaba herido y redoblando sus bríos cargó de nuevo contra la hueste enemiga, desde las canoas se comenzaron a lanzar flechas envenenadas, y una de ellas se incrustó en la carne del perro, el cual falleció poco después. Su amo lo intentó salvar, pero fue en vano.
De inmediato Becerrillo acudió al auxilio de su amo atacando a los indios, dando muerte a gran parte de ellos, de modo que éstos se vieron en la obligación de liberar a Aragón en la orilla del río (hoy en día conocido como Grande de Loíza) por el que tenían pensado huir. Acto seguido, desde las canoas se comenzaron a lanzar flechas envenenadas, y una de ellas se incrustó en la carne del perro, el cual falleció poco después. Su amo lo intentó salvar, pero fue en vano.
Las dos heridas de don Sancho de Arango fueron tratadas en seguida al fuego con un cauterio rojo. A pesar de estas precauciones, el veneno había penetrado ya en la circulación y la muerte se apoderó del valiente capitán. Tanto Sancho como el valiente Becerrillo murieron.
Sin embargo la leyenda de Becerrillo no acaba aquí, pues se cuenta que tuvo un hijo llamado Leoncico que, hasta el final de su vida, fue propiedad de Vasco Núñez de Balboa.
